Semana Grande.

No debo quejarme. Ha sido una semana de las mejores en mucho tiempo. Si dicen que los delanteros viven de rachas, yo ahora mismo soy un David Villa. Tanto tiempo dando bandazos, bregando en el fango, contra todo, contra todos, contra mí mismo... Y ahora veo que el que lucha sin descanso, el que lo da todo, merece su recompensa.

Porque la vida es pelear. Contra un enemigo muchas veces invisible, o peor, contra tu propio fantasma. Una versión B de ti mismo que se empeña en gritarte al oído que el muro está demasiado alto como para atravesarlo. Pero de ahí surge la grandeza de la gente: de la capacidad de levantarse tras cada zancadilla del caprichoso Destino.

Cuántas hostias me habré llevado en mi vida... De todos los colores! La lona ha perdido la cuenta de las veces que la he besado. Pero lo importante es seguir en el combate. Si abandonas, si tiras la toalla, es imposible vencer. Hay que seguir, insistir... Porque el rival siempre tiene un punto débil, siempre hay una oportunidad para derrumbarle.

Mi rival, que parecía invencible desde 1999 y que llevaba años derrotándome por KO en el tercer asalto, acabó hartado de ver cómo le pedía revancha una y otra vez; un espíritu emprendedor y belicoso contra un ejército de párrafos y fórmulas que fue quedándose sin argumentos a medida que las veladas se sucedían. Y hace ahora más o menos 2 años, ese rival tan temible mostró al fin su punto débil. Surgió la inspiración, como un punto en la oscuridad, como un soplo de viento, como algo inesperado. Había luz al otro lado del túnel! Tan solo había que seguirla. Una frase casual, un anhelo, una dosis de azar, pasar en el momento exacto por el sitio preciso...

Y por primera vez la lona la besaba el otro, y el otro no era yo. Por primera vez el Numancia le hizo un roto al Barcelona, el Rayo Vallecano tumbó al Real Madrid. Tanto tiempo luchando... que aprendí a luchar. Tanto tiempo perdiendo... que aprendí a vencer. Y como único arma la insistencia, la fe en uno mismo. Demostrarse a uno mismo que no hay rival grande, sino pocas ganas de pugnar. Si David le pudo a Goliat, por qué yo no?

Aquella mañana de febrero mi rival olió el miedo, cuando hasta entonces sólo olía mi sangre. Al caprichoso Destino le dio por darle la vuelta a la tortilla. La luz del túnel se hacía cada vez más grande. El sonido de las olas estaba al otro lado, cada vez más fuerte, más nítido. La guerra cambiaba de signo. El enemigo rendía bastiones hasta entonces inalcanzables. Mi ejército se hacía fuerte en plazas hasta entonces inabordables. Por primera vez la sangre la olía yo.

Ahora la guerra es un mal recuerdo, los encarnizados combates cada vez van a menos. El poderoso rival ha retrocedido. Sólo le queda un bastión. Pero es un gran rival, digno rival. Ahí me espera, orgulloso, de sí mismo, y de mí. Porque sabe que iré a por él, aunque me cueste dolorosas derrotas. Y a pesar de ellas sabe que volveré, cada vez diez veces más fuerte y convencido, como Roma volvió a Numancia. Porque es cuestión de tiempo que la guerra acabe, con el inevitable resultado. Eso sí, hay que merecerlo.