lunes, 11 de octubre de 2010

Sin Rumbo (ni falta que hace).

Cuando por fin alcanzó el final de su camino, simplemente se sentó a contemplar el paisaje. La brisa marina le insufló una nueva vida, esa que siempre quiso, nunca tuvo y tanto echaba de menos. Días atrás decidió que la condena de varios años que cumplía en su cárcel de oro había expirado, que a pesar del tamaño de Madrid se sentía claustrofóbico y sometido a un bucle infinito de rutinas, amigos y traiciones. No pudo más y estalló. Mandó a la mierda a su jefe. Abandonó la oficina por la puerta trasera, la misma por la que salió del corazón de más de una amante. Le regaló el coche al único amigo en el que confiaba y dejó la casa en manos de una vecina, por si acaso decidía volver algún día. Por último, se propuso andar hasta donde su conciencia le permitiese. Y anduvo, día y noche, durante meses, como si de un Forrest Gump a cámara lenta se tratase.

Conoció nuevas rutas, decubrió parajes que ya conocía pero que nunca valoró lo suficiente. "Ancha es Castilla", se dijo, y vaya si era verdad. Probó nuevos sabores, nuevos efluvios, nuevas sábanas, así como otras gastronomías. El dinero no era problema, la diosa fortuna le mostró una enorme sonrisa en forma de cupón. Era verdad que el dinero no daba la felicidad, la compraba en botellas de 2 litros y en pack de 2 por 1. Iría al infierno, pues su camino de Santiago particular no era precisamente por devoción (su única religión tenía forma de muslos de mujer) y ni siquiera acabaría en Compostela, y si así fuera sería pura coincidencia. Luego pensó que en el averno no estaría tan mal, que allí al menos disfrutan de calefacción central las 24 horas. "Ancha es Castilla", pero qué fría es en invierno.

Llegó a la costa y todo quedó definitivamente detrás de él. Por fin aprendió a olvidar tanta intrascendencia del pasado. Ni belenes-esteban, ni telecincos, ni fútbol. Ni amigos, ni enemigos. Ni jefes, ni becarios. Ni llamadas, ni mensajes, ni emails. Sólo el polvo del camino y miles de imágenes que jamás serán almacenadas en formato digital alguno. Ahora el camino había acabado: él, el Cabo de Peñas y el faro homónimo. Los tres frente a frente. Lo fácil hubiera sido deshacer el camino, retroceder unos metros y seguir por otra ruta, pero odiaba recular, su orgullo siempre se lo impedía. Así que se sentó al borde del acantilado con las piernas colgando y decidió desafiar a su acrofobia. La miró a los ojos fijamente y el vértigo poco a poco fue cediendo, al mismo ritmo que la adrenalina le cargaba de razones, le suministraba nuevas energías y aceleraba sus sensaciones.

Y de la misma manera que se propuso andar se propuso volar. Nadie le impidió lo primero, ninguno se atrevería a impedirle lo segundo. Cerró los ojos y saltó.

Y voló. Abrió los ojos y se vio a sí mismo en el acantilado, cada vez más y más pequeño, hasta que se confundió con un risco más. Hasta que la costa asturiana sólo fue una línea en el horizonte. Sobrevoló por encima de gaviotas, de albatros, de pesqueros y de cargueros. Quiso dirigirse a Francia pero pensó en la tirria que nos tienen a los españoles y se dijo: "que les den por culo a esos narcisistas". Así que siguió rumbo al norte. Se topó con las islas británicas. Sobrevoló la niebla que siempre cubría Londres, el ambiente cargado e industrial de Manchester. Cambió de isla. Le gustó el buen rollo de Dublín, le sobrecogieron los acantilados del norte. Volvió a cambiar de isla. Llegó a Islandia. El frío, el impresionante blanco glacial y las nubes volcánicas le marearon. Quiso seguir pero precisaba un aterrizaje de emergencia.

Cuando estaba a pocos metros del suelo se sintió exhausto por el esfuerzo, pero feliz por su aventura. Por fin era capaz de someterse únicamente a su voluntad y nunca a la de otros. Necesitaba un descanso con urgencia. Volvió a cerrar los ojos.

Y descansó. Al fin...



Cuando volvió a abrirlos no pudo reconocer a ese extraño hombre de blanco que le miraba desde arriba con atención. Su sonrisa aún seguía vigente.